8 mar 2015

ELO ERA UNA ESPLÉNDIDA CIUDAD...

"Todos sabemos, o creemos saber, que Elo era una espléndida ciudad situada en lo que hoy es solitaria campiña del Cerro de los Santos... Los orígenes se pierden en la noche de los tiempos, como también decimos y creemos que decimos bien. Parece ser que en edades remotas, allá por 1500 años antes de Cristo, cuanto menos, vinieron por acá gentes procedentes del Ganges y del Indo... Luego vinieron fenicios, luego griegos... y entre todos fueron creando, en pintoresca variedad de civilizaciones y de razas, una soberbia ciudad, rodeada de umbríos bosques, en la que había sobre una colina, que es el Cerro de los Santos -única cosa que hoy queda, porque no hemos podido destruir el cerro-, en la que había, digo, un suntuoso templo exornado de estatuas, y habitado por sabios barones, por castas doncellas... Hay quien sospecha que las estatuas encontradas son retratos auténticos de las personas que más se distinguían por su talento y sus virtudes en la ciudad... Yo también lo creo así, y aplaudo sin reservas los sentimientos afectivos y admirativos de estos buenos habitantes de Elo... Pero yo pregunto: este buen señor con orejas de perro, este buen señor que sonríe de tan buena gana y con tan suculenta ironía, ¿quién es? ¿por qué se le ha entregado a la consideración de la posteridad en tal estado?... Indudablemente, nosotros que hemos inventado la hermenéutica y otras cosas tan sutiles como ésta, no podemos hacerles a los elotanos la ofensa de creer que no entendemos el sentido emblemático de esta estatua... ¡Esta estatua representa a un escéptico! ¡Representa a un Sócrates pre-yeclano!... Yo me figuro haberlo conocido. Era un buen señor que no hacía nada, ni odiaba a nadie, ni admiraba a nadie; él iba de casa en casa y se entretenía, como Sócrates, charlando con todo el mundo. Él no odiaba a nadie... pero no creía en muchas cosas en que creían los elotanos e iba lentamente esparciendo la incredulidad -una incredulidad piadosa y fina- de calle en calle y de barrio en barrio. Tanto, que los respetables sacerdotes del templo llegaron a alarmarse, y que las vestales, que también habitaban en este templo, se sintieron también molestas... Pero como este hombre era tan dúctil, tan elegante, tan discreto; como su sátira era tan fina, no había medio de tomar una decisión seria que hubiese puesto en ridículo a los honorables magistrados... Y he aquí que un día, la providiencia, que entonces no era nuestra providencia, hizo que este hombre se muriera, porque también los ironistas mueren. Era costumbre en Elo perpetuar en estatua la efigie de los grandes varones, y los sacerdotes, como irónico castigo a un hombre irónico, encargaron esta estatua, con estas grandes orejas caninas, con esta eterna mueca de burla. Y yo quiero creer que esta fue una lección elocuente para la juventud elotana que ya principiaba a soliviantarse contra las muchas cosas respetables que todo el mundo en Elo respetaba... He aquí explicada la verdadera vida de este buen sujeto. (Pasándole suavemente la mano por la calva y acariciándole las orejas.)" (La voluntad, Azorín)

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