3 abr 2015

YECLA

"Yecla -ha dicho un novelista- es un pueblo terrible". Sí que lo es; en este pueblo se ha formado mi espíritu. Las calles son anchas, de casas sórdidas o viejos caserones destartalados: parte del poblado se asienta en la falda de un monte yermo; parte se explaya en una pequeña vega verde, que hace más hórrida la inmensa mancha gris, esmaltada con grises olivos, de la llanura sembradiza... En la ciudad hay diez o doce iglesias; las campanas tocan a todas horas; pasan labriegos con capas pardas; van y vienen devotas con mantillas negras. Y de cuando en cuando discurre por las calles un hombre triste que hace tintinear una campanilla, y nos anuncia que un convecino nuestro acaba de morirse. En Semana Santa toda esta melancolía congénita llega a su estado agudo: forman las procesiones largas filas de encapuchados, negros, morados, amarillos, que llevan Cristos sanguinosos y Vírgenes doloridas; suenan a lo lejos unas bocinas roncas con sones plañideros; tañen las campanas; en las iglesias, sobre las losas, entre cuatro baldones, en la penumbra de la nave, un crucifijo abre sus brazos, y las devotas suspiran, lloran y besan sus pies claveteados. Y esta tristeza, a través de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en que los inviernos son crueles, en que apenas se come, en que las casas son desabrigadas, ha ido formando como un sedimento milenario, como un recio ambiente de dolor, de resignación, de mudo e impasible renunciamiento a las luchas vibrantes de la vida. (Las confesiones de un pequeño filósofo, Azorín)


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